Los siete locos, de Arlt, y Las puertas del cielo, de Cortázar
Las puertas del
cielo, cuento de Julio Cortázar, y Los siete locos,
novela de Roberto Arlt, tienen un punto de encuentro en la historia
de una prostituta rescatada por un hombre, principal en el primero y
secundaria en la segunda. La historia de Celina y su esposo Mauro, en
Cortázar, la vemos desde la óptica clasista del narrador Marcelo,
el amigo abogado de la pareja. Éste sugiere más o menos
evidentemente la ocupación anterior de ella sin nombrarla. En Arlt,
a Hipólita, la rescatada de Ergueta, la vamos conociendo desde
varios puntos de vista que ilustran los diferentes estereotipos
sacados del imaginario popular (debe haber varios tangos sobre cada
una): la que necesitaba que la salven y redimirse, la que lo eligió
como medio de vida, la que no tiene sentimientos. Pero ninguno de los
personajes marginales que hablan de Hipólita recurre a eufemismos,
ni siquiera ella misma.
A Celina, sobre la
que gira el argumento de Las puertas del cielo, la muestran
sólo a través de una especie de narrador-testigo directo de la
historia, Marcelo, y de alguna que otra apreciación de su marido.
Celina ni siquiera habla porque desde que empieza el cuento está
muerta y, tanto en los recuerdos de Marcelo como en su (posible)
aparición en el Santa Fe Palace, lo único que hace es bailar. En
Los siete locos y Los lanzallamas, en cambio, Arlt nos
presenta varias Hipólitas diferentes que se van descubriendo a
medida que avanza la trama que también aparecen con los diferentes
narradores: el principal es aquel con el que se confesó Erdorsain
(protagonista de ambas) antes de morir. Este narrador nos cuenta cómo
ven a Hipólita su esposo (el farmacéutico Ergueta), Remo Erdosain
(el protagonista) y cómo se ve ella misma, aunque su propia versión
también esté filtrada por un narrador masculino.
Uno de los filtros
es Ergueta. Según él, Hipólita es una tullida, ex prostituta y
mucama que, antes de irse a vivir con él, se había despojado de las
pertenencias que había conseguido con su “profesión”
entregándoselas a gente menos afortunada que ella. A Remo se la
presenta por medio de una foto donde se la ve sentada en el pasto,
vestida sencilla, con las piernas cruzadas y leyendo una revista.
Erdosain da su versión después de conocer a Hipólita y resulta que
no es ni coja ni tiene un aspecto humilde e intelectual (aunque sí
lo es, además de inteligente). La mujer parece salida de una pintura
prerrafaelista: pelirroja de ojos verdes con ropa verde (como su rosa
de cobre); según él, mirada maliciosa, y que niega el desinterés
material que Ergueta le había atribuído.
El farmacéutico, que
se cree una reencarnación de Jesús o algo por el estilo, construyó
una imagen de su esposa funcional a sus delirios místicos. Su mujer
es una prueba de su santidad y para “los que dudaban de (su)
comunismo” (Arlt, 1929).
En realidad, se construye a él mismo. Fuera de su casa, Ergueta les
cuenta a todos que se casó con “la descarriada” (otra definición
que utiliza), “La Ramera”, “La Coja” y ve en esto rasgos de
devoción. Ahora, a los Ergueta, familia acomodada de Buenos Aires,
los tiene que enfrentar ella para decirles de dónde viene. Lo mismo
hace el narrador con Celina, que nunca le dice al lector que fue una
prostituta con todas las letras.
Hipólita parece
tener voz y pensar. O eso parece en un capítulo donde reflexiona (de
golpe, un narrador se mete en la mente de Hipólita, debe ser otro
narrador, diferente al que escucha las confesiones de Erdorsain)
sobre la vida y cuenta su historia. Según ella, no la rescató nadie
más que sí misma y no de la calle, sino de la pobreza y
humillaciones de su vida de sirvienta; eligió al farmacéutico entre
todos los hombres que frecuentó porque fue el que más digno le
pareció. Para ella, escaparse de su condición y poder acceder a los
bienes de consumo que abundaban en las casas en las que servía era
liberarse. Y el medio, obviamente, era el dinero. Así es que,
después de escuchar que una buena forma de conseguirlo es
dedicándose a la “mala vida” (Arlt, 1929) e informarse bien,
llegó la conclusión de que, por medio de la prostitución, una
mujer “se libra del cuerpo... y queda libre” (Arlt, 1929).
En una primera lectura, Hipólita elige. Para el narrador, no tiene
muchas más maneras de ganarse la vida (de hecho, una empleada
doméstica de esa época no las tenía) y es arrastrada inconsciente
hacia ese destino. Celina, en cambio, pareciera no elegir nada. No dá
los motivos por los que había trabajado en lo del cafishio griego
Kasadis, pareciera que su vida empezó cuando Mauro E la rescató del
mundo nocturno al que sabemos que ella había pertenecido. Y él
también eligió hacerla feliz y llevarla a bailar a alguna que otra
milonga como uno lleva a pasear al perro a la plaza. Según Marcelo,
hubiera sido feliz en las milongas si sólo se hubiera dedicado a
bailar.
Celina alcanza la
libertad por medio de la muerte, o sea que, según su narrador, ella
también se libera cuando se libra del cuerpo: termina de “morirse,
un poco como si ella misma hubiera elegido el momento” (Cortázar,
1951), y es lo único que pudo elegir por sí misma en la historia.
No toleró las consecuencias de la “mala vida” (o las
limitaciones de la buena), no sobrevive fuera de su mundo. Hipólita,
en cambio, se sobrepone a todo. Cuando se “libra del cuerpo”
encuentra en el sexo una forma de dominar al hombre, lo descubre como
criatura débil y ahí encarna el estereotipo tanguero de la mujer
desalmada que desprecia al bueno y busca a un hombre “capaz de
conquistar tierras nuevas”, un “tirano”, alguien a quien pueda,
finalmente, “amar como una esclava” (Arlt, 1929). Un hombre que
encuentra al final de Los lanzallamas en el Astrólogo. Según esto
que dice el narrador, ella lo único que buscaba (como todas) era
cumplir su papel de mujer según las normas sociales Con respecto a
Celina, de todo eso no se habla. Todas las alusiones al tema son
sugerencias y fantasmas indeseados. Marcelo nunca llega a empatizar
con ella porque nunca puede ni siquiera plantearse sus anteriores
medios de subsistencia, menos el por qué.
El pasado de Celina,
a diferencia del de La Coja (que se va a seguir llamando así aunque
ya sepamos que no coincide con ninguna característica física, sino
simbólica, mística, parte del delirio de Ergueta), se va develando
de a poco, pero las características que van apareciendo se van
sumando, van dándole una y otra vuelta al personaje sin contradecir
lo anterior y generan suspenso y sorpresa durante la lectura (sobre
Hipólita se revelan sólo las interpretaciones). Esto se sugiere
desde el principio, cuando el narrador espera ver “la última cara
de Celina” (Julio Cortázar, 1951) asumiendo que tiene otras. Vamos
sabiendo, de a poco, que “estaba mal del pulmón”, que tenía
tuberculosis, que iban siempre a los bailes populares, que Mauro la
había sacado de la milonga de Kasidis... el narrador, el abogado que
nos cuenta la historia lejos de ese contexto social y lo mira hasta
con desprecio (en cambio, ellos están orgullosos de tener un amigo
con un doctorado), al final habla de la sensación que tiene sobre la
posible monstruosidad de celina, igual que la de las cabareteras.
Las diferentes formas
de presentar a las mujeres en ambas historias pueden estar
relacionada con los narradores. Marcelo trata los asuntos con
delicadeza mientras, cada dos por tres, comenta cosas que lo
posicionan fuera de ese mundo que le dá repulsión o le resulta
pintoresco, según el momento. El narrador de Los siete locos, en
cambio, es habitué de los mismos antros que Erdosain y está sentado
con él en uno mientras le hace de confidente. Este utiliza la misma
jerga que los personajes y empatiza con ellos, los comprende. Así es
que, si bien en ambas historias los escritores caen en los
estereotipos femeninos comunes (Arlt, por la época en que escribió
su novela, puede parecer más avanzado en cuestiones sociológicas y
de género), en Los siete locos, se comprende la historia de
Hipólita y en Las puertas del cielo, se lamenta la perdición
de Celina.
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